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Los cuerpos del cyborg: Más allá de la carne y la máquina

 


4 Ensayo

[Este ensayo se publicó originalmente en la revista Espejo Humeante]

Somos cyborgs, no lo digo yo, lo grita nuestro modo de vida desde la invención del lenguaje. Por eso cuando hablamos del cuerpo, en la actualidad, nos referimos a uno que no podemos llamar simplemente humano.

Hablar de cuerpos físicos y virtuales ya no parece, como hasta hace unos años, una paradoja conceptual; en la práctica funciona y muy bien, lo sabemos porque la pandemia y las redes sociales lo han vuelto cotidiano. Ya en 2009, Avatar de James Cameron, abordaba las implicaciones de habitar un segundo cuerpo. El avatar no era una simple representación o un simulacro, sino una conciencia viva en un ser orgánico. “Jakesully” sigue vivo en ese cuerpo ajeno, en esa vida más allá de su propio yo atado a una silla de ruedas. La película, producto hollywoodense al fin, se descompone en algún momento: Sully doma a un pájaro gigante, da un discurso de guerra y la construcción conceptual se va al carajo: lugares comunes > batalla épica > malo malísimo. Pero el soldado termina por transferir su conciencia a su cuerpo na’vi, elige una vida más allá del cuerpo original para habitar otro que, dadas las relaciones que ha establecido, será en adelante su cuerpo real.

Rick y Morty es una serie de ciencia ficción que presenta algunas de las reflexiones más extremas sobre los límites humanos, aunque no siempre desde la ciencia ficción: a veces lo hace desde la fantasía y, otras, a través de la llana exposición. Dejando de lado la discusión estéril de si es o no un producto intelectual (no me lo parece, al menos), la serie aborda el tema del cuerpo de maneras perturbadoras: ya sea en un parque de diversiones en el cuerpo de un vagabundo, en la deformación de todos los seres del planeta, en las vidas paralelas de las realidades alternativas, o en las formas de vida no orgánicas. A lo largo de sus capítulos desfilan mentes colectivas, incertidumbres ante la replicación y la clonación, resurrecciones banalizadas, tomas de conciencia de órganos y toxinas, dilemas de identidad, percepciones precognitivas y transmigraciones de la mente a través de cuerpos desechables. Rick y Morty estira las ideas que tenemos sobre el cuerpo hasta límites que, fuera de su contexto, implicarían un montón de problemas. Pero si esos dilemas funcionan en un nivel narrativo es porque esta insistencia en los extremos es un tema que profundiza los cuestionamientos sobre nuestro propio cuerpo.

Y no es para menos, el cuerpo es el eje de nuestra relación con el mundo. Ninguna otra realidad se nos impone de manera tan inmediata, concreta y singular como nuestro cuerpo.

Foucault ha explicado la relevancia del control corporal en la historia moderna del control político. El espacio del cuerpo es para él un elemento irreductible de nuestro estado social de las cosas, porque en ese espacio se ejercen las fuerzas de la represión, la socialización y el castigo; diversas modalidades en que el ejercicio del poder produce representaciones sociales del cuerpo capaces de disciplinarlo.

En el siglo XVIII el cuerpo existía para ser ajusticiado y castigado. En el siglo XIX, con la revolución industrial, el cuerpo se concibió como algo que debía ser formado, reformado y corregido, algo que debía adquirir aptitudes, recibir cualidades y estar listo para trabajar. Buena parte del siglo XX concibió al cuerpo como un instrumento de actividades socialmente útiles, como algo hecho para consumir y ser controlado por medio de un biopoder que regulaba el control natal y la salud misma, los hábitos de sueño y los horarios.

La ilustración propuso una nueva organización del espacio al servicio de técnicas de control social, vigilancia y represión del yo y del mundo del deseo. Pero el poder del estado en la era moderna se volvió anónimo, racional y tecnocrático. Horkheimer y Adorno enfatizaban que el proyecto ilustrado surgió con el ideal de convertir al hombre en dueño y señor de la Naturaleza pero que, al incluir al hombre mismo, objetivándolo, ese proyecto se convirtió en razón instrumental. Esto derivó también en un cambio en la concepción del cuerpo, como parte de otras ideas que arrojaron a nuestro mundo a una visión postmoderna. Las últimas décadas del siglo XX y lo que llevamos del siglo XXI conciben al cuerpo como un objeto de diseño, una estructura susceptible de ser modificada, un robot al que es necesario sacarle el máximo rendimiento y un animal que busca satisfacer sus instintos y apetitos sexuales, pero también como un lugar en el que se despliegan desafíos culturales.

La idea e interpretación del cuerpo según las culturas ofrece una semántica ambigua y distintos planos de significación. Muchas de las culturas no occidentales tienen una concepción distinta: en la India, por ejemplo, se cree que no existe diferencia entre cuerpo y alma; en otras, el cuerpo no existe como elemento de individualidad ya que el sujeto no se distingue de la comunidad. Para occidentales y occidentalizados, herederos tanto de la Grecia clásica como del cristianismo, es común diferenciar el alma del cuerpo y al individuo de los demás, y convertir al cuerpo en un vehículo de placer y goce. Incluso las disciplinas científicas actuales lo conceptualizan de distinto modo, a niveles biológicos, fisiológicos, neuronales o materiales.

Terry Eagleton concibe al cuerpo como algo integrado a la identidad, un ente creativo que se transforma mientras transforma el entorno. Francis Fukuyama es optimista ante este cambio, en que resalta las ventajas del control estricto de la biotecnología y no la creación de monstruos, cyborgs y mutantes.

Sin embargo, las visiones occidentales son insuficientes para reflexionar sobre los problemas del mundo contemporáneo, en que la clonación, el diseño genético, las prótesis, las cirugías plásticas y las nuevas identidades de género convierten al cuerpo en un lugar de experimentación y modificación en el que las personas optan por ser quienes desean ser, más allá de las normatividades. Esta filosofía de lo posthumano concibe al cuerpo como algo mutable y procesual que echa abajo las divisiones entre cultura y naturaleza, ya que mezcla lo orgánico y lo inorgánico en cuerpos de recambio o cibernéticos que son extendidos por la tecnología, más que penetrados o fusionados con ella.

Andy Clark propone la existencia de una dimensión extrabiológica del cerebro que se extiende más allá del límite del cuerpo y que no es un avance de los tiempos modernos sino un aspecto de la naturaleza humana. Si nuestras relaciones con lo externo pueden considerarse ya desde la lectoescritura, las tecnologías actuales han permitido la prolongación de lo humano a través de herramientas, es decir, nuestro cerebro opera en conjunto con artefactos, símbolos externos y andamiajes de la ciencia, el arte y la cultura, como si los humanos fuéramos seres hechos por prótesis que no sólo restauran nuestras funciones dañadas, sino que crean también funciones vitales como la ropa, la vivienda, la comunicación escrita, las instituciones, las leyes y los sistemas de creencias. El cyborg de Clark (es decir, nosotros) no es una combinación superficial de carne y máquina sino un enorme sistema nervioso externo que piensa y razona más allá de los límites de su cuerpo.

Fredric Jameson es menos optimista y asocia esta nueva idea del cuerpo a la cultura posmoderna donde lo contaminado, lo híbrido, lo heterogéneo, lo defectuoso y lo aleatorio caracterizan la relación con el entorno; en un cuerpo así concebido no predomina tanto la alienación como la fragmentación. En su ensayo Después del apocalipsis: sistema de personajes en Doctor Bloodmoney, de Philip K. Dick, Jameson sugiere que los personajes de dicha novela se organizan en vidas a medias o permutaciones sistémicas que interactúan entre sí de una manera precisa: un hombre-torso que orbita la Tierra en un satélite de vigilancia, que representa el intermedio entre el cuerpo no orgánico y su extensión mecánica; un homúnculo que habita el cuerpo de su hermana, que representa la prótesis espiritual y la carencia de órganos propios; un enemigo esquizofrénico con poderes psíquicos, autor del apocalipsis atómico, cuya prótesis o añadido también es incorpóreo; y, finalmente, un cyborg cuya deformidad no proviene del holocausto nuclear que creó a los otros sino de la talidomida que le fue prescrita a su madre durante el embarazo. Philip K. Dick anticipó, con estos y otros de sus extraños personajes, nociones que nos parecen comunes en el cuerpo actual. Nuestra idea de sujeto en la actualidad es la de un ser destruido, hecho pedazos entre sus creencias, sus certezas, sus filiaciones y su misma identidad.

Artistas tan lejanos en sus campos como David Cronenberg y Francis Bacon en occidente y japoneses como Shinya Tsukamoto o Katsuhiro Otomo, desarrollan obras enmarcadas por lo que se ha denominado horror corporal, una exposición del cuerpo a límites inconcebibles por medio de la modificación, la invasión y la violencia. Películas como La Mosca, y Tetsuo: The Iron Man, pinturas como Tres Estudios para una crucifixión, o mangas como Akira retratan este horror mientras exponen otros aspectos de la cultura posmoderna.

En ellos, la violencia presenta a la carne zaherida y humillada hasta lo inconcebible. El cuerpo deja de ser y se vuelve una manera de ser, aparece como objeto mutilado, como último reducto del yo, escindido y deforme, donde la carne se desacraliza y la identidad se dispersa. Los pasajes de violencia, tortura y sexualidad terminan volviendo al hombre indiscernible del animal, destrozando su subjetividad, sumiéndolo en una soledad donde el otro, lo otro, pasa a formar parte de sí mismo, lo que conlleva la angustia de la contemplación impotente de la propia desintegración. Un recurso que se sirve de la representación deformada para acercarse a lo humano.

En medio de esta violencia, las víctimas buscan a tientas un lenguaje que no les responde y el cuerpo, repositorio de una memoria somática más que verbal, se manifiesta en intentos de evitar más dolor, que contrastan con una frialdad narrativa que enfatiza el hecho de que la tortura fragmenta el proceso mismo de articulación.

Una última vertiente de la condición posthumana que quisiera abordar (aunque el tema es mucho más amplio) tiene que ver con las perspectivas feministas. Al abordar el tema de los digicuerpos y los cyborgs, Mary Flannagan plantea que la informatización de la biología y la corporización de lo virtual son esferas donde la visión masculina sigue imponiendo normas de operación. El fetiche como objeto sexual o de consumo, el cyborg como entidad femenina más que andrógina y el digicuerpo femenino como sublimación de la mascota, son asuntos terribles que siguen enmarcando las producciones culturales en la actualidad.

Al investigar cómo opera en la imaginería popular el cyborg, la artista plástica Mariko Mori descubre que las imágenes occidentales de héroes de acción y cyborgs son masculinos, en cambio, las cyborgs orientales son femeninas y siempre tienen un “propietario”, generalmente un hombre joven que las programa y controla. Desde una perspectiva feminista, Mori denuncia la tecnología como instrumento de connotaciones sexuales masculinas. Y es que, de alguna manera, la figura del cyborg es una proyección del deseo masculino por ver en una sola figura la combinación de la fuerza sobrehumana con rasgos femeninos y la vulnerabilidad que cierto imaginario suele asociar a las mujeres; una seducción asentada sobre lo artificial, dado que la imagen idealizada en la tecnología también puede leerse como una extensión de la idealización estética de la figura humana planteada por el arte. “¿Cuál sería la forma de rechazar la consolidación del cuerpo como fetiche o como un objeto de consumo si nuestro modo de descubrir el cuerpo como objeto continúa necesitando de la representación visual, de un sistema visible?”, se cuestiona Flannagan. Y este es un problema del mundo real que sigue buscando respuestas.

Esta y otras cuestiones que se ensayan tanto en el debate público como en las producciones narrativas abarcan no sólo las perspectivas que hemos visto aquí, sino otras que surgen a partir de la comunidad LGBT+, los sujetos con enfermedades crónicas y las personas con discapacidades, entre muchas otras, que proponen respuestas tendientes a una inclusión que aún no alcanza consensos sociales generalizados, a veces ni siquiera internos. Aún en los círculos de inclusión, la imagen importa como en los casos cuando ciertas personas llegan a ser discriminadas por no lucir como deberían.

La configuración de las nociones del cuerpo, los derechos sobre éste y el reconocimiento al que aspira cada persona en consonancia con la identidad que asume, aún son parte de un debate abierto en el que la ficción todavía tiene muchas cosas por decir. ¬

 

Bibliografía

Broncano, Fernando (2009). La melancolía del ciborg. Barcelona: Herder.

Clark, Andy (2007). “¿Somos cyborgs natos?”. En Brockman, J. (editor). El nuevo humanismo y las fronteras de la ciencia (pp. 103–114). Barcelona: Kairós.

Eagleton, Terry (1997). “Sujetos”. En Las ilusiones del posmodernismo (pp. 109-140). Buenos Aires: Paidós.

Flannagan, Mary (2010). "La novia desnudada hasta sus mismísimos datos: flujo de información + digicuerpos" (Pérez-Galdós, Natalia, Trad.). En Zafra, Remedios (Coord.). X0y1 #ensayos sobre género y ciberespacio_ (pp. 12-47). Madrid: Briseño.

Franco, Jean (2003). Decadencia y caída de la ciudad letrada. La literatura latinoamericana durante la Guerra Fría (pp. 233-337, 389-405). Barcelona: Debate / Random House Mondadori.

Horkheimer, Max y Theodor Adorno (1998). Dialéctica de la ilustración. Fragmentos filosóficos (3ª. Ed.). Madrid: Trotta.

Jameson, Fredric (2009). Arqueologías del futuro. El deseo llamado utopía y otras aproximaciones de ciencia ficción. Madrid: Akal.

Mejía, Iván (2005). El cuerpo posthumano en el arte y la cultura contemporánea. México: UNAM.

Zafra, Remedios (2010). Un cuarto propio conectado. (Ciber)espacio y (auto)gestión del yo. Madrid: Fórcola.

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