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Utopía y apocalipsis. El capitalismo tardío y las escrituras del paraíso recuperado

El mes pasado publiqué un ensayo sobre utopías, distopías y el fin del mundo en la ciencia ficción a partir de un análisis de la realidad, el capitalismo y la posmodernidad, en la revista Espejo Humeante.  

Se trata de un texto revisado y actualizado. La versión original se publicó hace 2 años y en ese tiempo algunas cosas han cambiado, algunas ideas dejaron de ser pertinentes y otras directamente fueron refutadas por los hechos, algunos que podemos considerar históricos. La versión actual, por tanto, busca subsanar esos anacronismos y proponer una conclusión ligeramente más optimista que hace dos años. Adicionalmente dejo el ensayo en versión video y el episodio del podcast. Espero que lo disfruten.

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life carefully buried up to its forehead
in the carcass of a dead world
Philip K. Dick

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El problema con las distopías es que perdieron su efecto y, con él, su fuerza reflexiva. Contemplar el proceso de corrupción de un sistema gradualmente perdió interés. No tiene caso sorprendernos, como en su momento hicimos con la obra de Philip K. Dick o William Gibson, frente a una civilización que da paso al totalitarismo, la vigilancia, la discriminación o la suplantación de la realidad por la representación. No tiene caso cuando nuestra propia vida transcurre en medio de algo parecido que se ensaya a través de la realidad y las historias.
La imaginación en torno a la paranoia del fin del mundo no es sólo un tema recurrente de la ficción especulativa, sino que tiene una firme base en sucesos reales. En Latinoamérica, por ejemplo, es revelador que diversos países presentan ejemplos cuya magnitud puede equipararse a historias apocalípticas: la crisis de abasto de combustible en México a principios de 2019 que, según la versión oficial, pretendía combatir la corrupción y la red de crimen organizado en torno a la ordeña de gasoductos; el ascenso democrático, con toda su fuerza, del neoliberalismo de Jair Bolsonaro en Brasil en 2018; el exilio y éxodo de refugiados de Honduras en 2019; y la cada vez más complicada situación social y económica de Venezuela. Todas ellas situaciones que perfectamente podrían ser abordadas desde las más desesperanzadoras narraciones especulativas.
Es necesario acotar estos sucesos debido a que es justamente la ciencia ficción una de las encargadas de analizar las realidades y conectarlas con proyecciones de distintos futuros sociales a partir de estos signos del presente que, por momentos sobrepasan cualquier especulación.
Ante panoramas como éste, repetidos a lo largo y ancho de todo el planeta durante el siglo XX, el postmodernismo surgió para negar las utopías y negar sobre todo la razón modernista que, según algunos, llevó a la humanidad a empeñarse en su propia destrucción e instrumentalización.
Resulta cuando menos curioso que una postura tan crítica con esta desviación del pensamiento ilustrado, que impulsó el progreso civilizatorio por al menos dos siglos, sea a la vez producto de un modelo que presenta características distópicas donde los sujetos se hallan en un sistema de poder que les impide pensar libremente sobre dicho sistema o sobre su posición con respecto a éste.

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El “imperio”, ya sea en su forma moderna o postmoderna, une categorías y valores universales como paz, justicia y razón en su visión utópica. Anteriormente, como sociedades disciplinarias sustentadas en instituciones y en una biopolítica basada en la industrialización (diría Michel Foucault), los estados autónomos o coloniales poseían fronteras fijas, desarrollo aislado y concebían a la multitud como limitada y segmentable; tendían al monopolio, impedían la distribución proporcional y el desarrollo internacional, producían mercancías y, obviamente, saqueaban a los estados no capitalistas mediante un modelo liberal que se apropiaba y destruía espacios y bienes públicos. Actualmente esto ha cambiado, no mucho, pero ha cambiado: se nos presenta como una sociedad de control, un biopoder global, plural y supranacional que organiza el temor a la muerte. En este modelo la función disciplinaria es, en cierto sentido, obsoleta y se presenta como mecanismo de dominio “democrático”, interiorizado por sujetos fragmentados y descentrados.
La guerra justa es fundamento de su política, como ejercicio del poder y como garantía de orden y paz. Jurídicamente sustentan su autoridad en un continuo estado de excepción que incluye intervención armada, represión y retórica, cumpliendo una función policial, además. Las empresas convierten a los estados en instrumentos para el flujo de mercancías, superando su autoridad, mientras que los estados desarticulan su autonomía en organismos como el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial o la Organización de las Naciones Unidas. Mientras el espectáculo, y ahora las redes, producen y regulan la opinión y el discurso públicos, el miedo se convierte en un mecanismo de control fundamental. Este proceso complicado ha sido uno de los principales factores que han conducido a acrecentar la exclusión y la pobreza y, con ello, la imaginación del apocalipsis como una opción viable en la ficción especulativa.
Para Terry Eagleton, la mejor representación de este poder cuasi-absoluto es el G8, que a menudo ejerce actos criminales y no puede ser sometido por la ley porque sus miembros son los amos de ésta, con lo que el delincuente se convierte en policía. Es cierto que el miedo a una guerra mundial ha dado una paz relativa de setenta años, pero en el mismo lapso se han hecho más de dos mil ensayos nucleares. Los países mantienen la paz apuntándose con sus misiles. No puede decirse lo mismo en escalas regionales: guerras civiles e intervenciones han sido moneda corriente en muchos países durante este tiempo.

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Ante este panorama son bastantes los proyectos utópicos, espacios aislados, insularidades inaccesibles que también se distancian de nosotros en un marco temporal, pero la mayoría de estos proyectos permanecen dormidos o son frívolos, como ocurre actualmente en Latinoamérica y, de hecho, en el resto del mundo. Nunca como hasta ahora, dice el filósofo Javier Ordóñez, la especie humana ha dependido tanto del conocimiento para la supervivencia, nunca como ahora ha sido consciente de haber intervenido en el mundo con tanta influencia. Hechos como la Revolución Francesa, la implementación del sistema métrico decimal, las revoluciones industriales que tuvieron como epicentro las ciudades, la construcción de los ferrocarriles, los servicios de alumbrado público, las comunicaciones, abastecimiento de agua y drenaje, e incluso la higiene, fueron resultado de proyectos utópicos.
Pero las utopías, desde su misma raíz etimológica, designan localizaciones inexistentes e idealizadas, sociedades cerradas, incontaminadas de la influencia del mundo y sujetas a un orden férreo. Las ideas en torno a ellas están orientadas al futuro y a los fines últimos que debe perseguir una sociedad. Las utopías, continúa Ordóñez, tomaron cuerpo en las sociedades ilustradas, pero la política transformó este sueño tecnológico en un decorado y la ilustración se pervirtió en un sueño “burgués” de instrumentalización humana.
¿El resultado? Utopías y distopías, en la actualidad, coexisten: las escuelas, por ejemplo, siguen siendo considerados espacios utópicos por excelencia, pequeños laboratorios donde se ensayan las sociedades ideales del futuro, mientras cumplen también con otras funciones de transmisión ideológica, control y vigilancia. En una sociedad utópica nadie excede su potencial; las utopías no tienen cabida en el universo del capitalismo tardío y, además, sus detractores apelan a los peligros de su realización al recordar las consecuencias de horrores como el estalinismo, es decir, de la utopía como un impulso totalitario, cargado de prejuicios y condenado a derramar sangre por la estructura misma de los ideales utópicos marxistas que aprovechó para justificar su acción política.
En la ficción, los mecanismos que definen a una sociedad distópica suelen ser claros, pero en la vida cotidiana no es tan sencillo. Todo impulso social, político y económico adopta una forma utópica, se presenta como una solución o una respuesta histórica ante las deficiencias del pasado, que pretende subsanar injusticias en materia económica o de derechos humanos, pero genera a su vez nuevos espacios en los que se pueden ejercer formas más sutiles de discriminación e intolerancia. Si en la actualidad no tenemos inconveniente en asumir solapadamente ciertos principios que han sustituido a los anteriores es porque en este momento parecen más una opción de progreso, que una potencial fuente de discriminación futura. Curiosamente, esta sensibilidad coincide con una franja de creadores que en la actualidad ensayan formas de ciencia ficción más esperanzadora.

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Resulta convincente relacionar hoy una sociedad ideal muy tecnológica con una sociedad utópica, pero la imaginación de sociedades perfectas tiene una tradición amplia que se remonta a tiempos anteriores a la obra capital de Tomás Moro si consideramos el jardín de la Epopeya de Gilgamesh, la Teogonía de Hesíodo, La República de Platón, o la Inscripción sagrada de Evémero. Posterior a Moro tenemos ejemplos notables como Los viajes de Gulliver de Jonathan Swift y, ya en el siglo xx, la época dorada de la ciencia ficción. Pero, sin duda, a partir de la postguerra, fueron las ficciones distópicas y apocalípticas las más lúcidas y aventajadas advertencias sobre los peligros que ahora forman parte de nuestra vida cotidiana. Desde Aldous Huxley, George Orwell y Ray Bradbury, pasando por los ya mencionados Philip K. Dick y William Gibson; y sobre todo las propuestas cinematográficas desde Fritz Lang, en Metrópolis, hasta las hermanas Wachovsky en la primera Matrix. Incluso la alternativa inicial que supuso internet como utopía materializada conllevó en pocos años una realidad contaminada por modos, normas y estéticas de lo virtual, así como la potencial observación que empresas y gobiernos, de hecho, ya ejercen, como vigilancia y como estudio de mercado permanente, sumado esto a la vigilancia y censura que los propios usuarios de la red mantienen entre sí. Volviendo a Gulliver, incluso Swift anticipaba una utopía de ensimismamiento en Laputa, un lugar donde las casas se derrumbaban porque el desprecio por lo aplicado era tal que no eran capaces de construir una pared.
No en vano dice Fredric Jameson que, como representaciones, las películas distópicas postmodernas parecen darnos pensamientos e hipótesis sobre el futuro, pero a la vez nos dan a consumir alta tecnología y efectos especiales, con lo que se cumple otra de las premisas terribles de habitar en el corazón del imperio: que todo cuestionamiento y toda rebeldía sólo es posible en la medida en que el propio sistema permite su existencia y le integra en su discurso, como este mismo discurso, por ejemplo, escrito desde la perspectiva de cierta holgura liberal y capitalista. Hunger Games, Divergent, Maze Runner, Ready Player One ¿Les recuerdan algo? como libros o películas, no importa, son distopías sí, pero son distopías frivolizadas. Es más fácil imaginar el fin del mundo que el final del capitalismo. dice esta famosa frase que se le atribuye a Slavoj Žižek.

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Es por ello que tantas advertencias consecutivas o superpuestas perdieron su fuerza premonitoria y reflexiva, sumiéndonos en una suerte de costumbrismo de la globalización que se impuso como único modo de vida posible; lo utópico y lo distópico irremediablemente nos remitieron a sociedades o sistemas que no resolvían el estado de totalización del capitalismo.
Y fue en ese punto donde otra tradición, aunque igualmente asimilada por el sistema, propuso una alternativa utópica radical: el postapocalipsis.
Sus exponentes, sean escritores, cineastas, creadores de cómics o de animación, corresponden con una franja generacional de autores desencantados que relatan y cuestionan los valores de las sociedades postmodernas que incluyen la cosificación del sujeto, el exceso de información, la absorción de la cultura por el mercado, las narrativas de la violencia como crítica a la violencia real y a la anulación de ésta por la repetición mediática, así como el extremo individualismo y el estado permanente de crisis económica, endeudamiento y recesión.
Debajo de estos temas se trasluce cierto afán por humanizar un mundo materializado, a la vez que son propuestas que se han dedicado a echar por tierra todos los axiomas de la “civilización”. Sus protagonistas son apáticos y rebeldes que rechazan las normas sociales de su tiempo, melancólicos con un vértigo social ocasionado por el tedio y la frustración que rechazan la distopía, adscribiéndose a otras formas de entender lo utópico.

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Esto nos permite establecer cada vez más una alegoría en torno a la relación estrecha que existe entre la hegemonía del sistema capitalista, la anulación de los impulsos históricos y utópicos, y la “caída” de la civilización, que encuentra su mejor representación en holocaustos y apocalipsis.
En Constatación brutal del presente, el novelista Javier Avilés lo expresa con claridad: “El capitalismo ha sido el motor que ha vertebrado nuestra realidad y, aunque asumíamos que era un sistema que no podría sostenerse por largo tiempo, no podíamos sospechar que finalmente situaría a toda la sociedad humana en la tesitura de escoger entre el sistema fallido, la «realidad», o la destrucción total.”
Es en el postapocalipsis donde los propios signos del capitalismo se tuercen en símbolos de deseos utópicos. En La carretera, de Cormac McCarthy, el carrito de supermercado que empujan el hombre y su hijo, a través de las carreteras de unos Estados Unidos devastados, antes emblema del consumismo, se convierte irónicamente en algo útil, casi indispensable. Incluso en películas de poca profundidad como El día después de mañana, instituciones como la biblioteca, antes asociada a un sistema social y cultural específico, en el marco de esa película y en el marco de ese apocalipsis particular, se convierte también en arca y refugio. Ni qué decir de las fábulas de zombis, comúnmente asociadas al postapocalipsis, que han trazado un arco de popularidad y decadencia que se explica fácilmente por las alegorías conservadoras y republicanas que se tejen en torno a las características de los tiempos que corren.
La violencia, la anulación de la voluntad, el erotismo y el impulso de muerte, la animalidad y la sumisión a un poder incomprensible se mezclan con los relatos sobre el holocausto, con la coda del sistema dominante que se destruye a sí mismo arrastrando todo a su paso.
Toda fragmentación tiende a la desintegración absoluta, a la entropía, a eso que Philip K. Dick llama kippel, en ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? Los textos contemporáneos son apocalípticos y postapocalípticos porque, como propone Jean Franco, reflejan el horror de las clases medias ante la implosión de su mundo cultural y una pérdida de la identidad donde la barbarie, el invierno nuclear y el canibalismo no son sino parte de una utopía radical que no implica necesariamente el mundo idealizado, pero sí la alternativa al sistema que actualmente supera cualquier ficción que pueda proyectarse sobre ella.

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Al mismo tiempo, el postapocalipsis, nos dice Jameson, presenta un panorama que niega el cómodo e idílico regreso a las formas aldeanas o rurales donde la utopía fácil amputa todo lo que de interesante y complejo tiene la civilización occidental. Para él, la utopía es una prueba crucial de lo que queda de nuestra capacidad de imaginar el cambio. No en vano, a los ejemplos distópicos que mencionamos al inicio en América latina podemos contraponer el activismo de grupos feministas en Argentina en pro de los derechos reproductivos que, a finales de 2020, rindió fruto con la despenalización del aborto; mientras que el estallido social de 2019 en Chile tuvo como respuesta una serie de medidas englobadas en una nueva agenda social que prevé reformas en materia de pensiones, salud, salarios y administración pública que, en lo general, se perciben como una victoria ciudadana. Este tipo de panoramas nos muestran que la utopía no sólo da señales de vida sino de buena salud.
Quizá estos relatos, y estas realidades cotidianas que vivimos en pleno siglo XXI, no tengan otra intención que reactivar el movimiento interno tras la entropía a la que nos empuja el sistema. Finalmente, las narraciones del postapocalipsis parecen ser el escenario idóneo para el surgimiento de nuevos impulsos, sean estos utópicos o vitales. Liberados del sistema hegemónico, los sobrevivientes quizá podamos ensayar en un marco ficcional, a partir de ese impulso, una nueva oportunidad para salir de la parálisis y crear un mundo distinto de éste. ¬

R. T. G. Pachuca, México;
enero de 2019 / enero de 2021.

Lecturas relacionadas

  • Imperio, Michael Hardt y Antonio Negri (Paidós, 2002).
  • Dialéctica de la ilustración, Max Horkheimer y Theodor Adorno (Trotta, 1998).
  • Arqueologías del futuro, Fredric Jameson (Akal, 2009).
  • “Utopía y distopía en el XIX español”, Javier Ordóñez (En Suárez, 2008, Ed. Pedro Cid).


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