Cambiando el destino - un cuento aleatorio
La música controla
la mente en secreto
Gravity
Falls
Tú serás para mí
/ cálido corazón
Magneto
El monstruo
flota en un caldo verdoso. Tiene tu rostro.
No el de alguno de ellos. El tuyo. Te mira fijamente desde el otro lado del
tubo de cristal.
—Señor Berumen, es hora —sisea Elías a
tus espaldas.
Quizá
vio primero a alguno de los chicos. Hubo un momento de tu vida en que asumiste
que esa mirada era fundamental, como en todas las criaturas incubadas fuera de
sus madres, pero esa simpleza reptiliana hace mucho se ha diluido en las
sinapsis del recipiente humano que la contiene.
Te
mira, esperando nutrirse de algo distinto a ese líquido amniótico. Sus ojos
despiertos son idénticos a los tuyos. Su rostro es el tuyo, igualito. Parece
decirte, con su silencio, que no habrá otros después de él.
—Señor Beruuumen —canta Elías, o al menos
esa imitación, nacida de un tubo similar hace años, que luce igual que él,
canta igual de mal y, a diferencia de él, te ha seguido como un hijo, no, como
un perro desde que abrió los ojos.
Lo
humano amenaza con su azar todo lo que está a su alcance. Ahora te preguntas si
ese monstruo en el cristal se ha convertido en un hombre, en un pequeño
Berumen, o si permanecerá dócil, como los otros.
Elías
espera detrás de ti, respira en tu nuca. Casi puedes sentir su lengua bífida
lamiendo tu oído. Te vuelves a mirarlo y te alejas de las incubadoras. Fueron
los chicos. Ellos crearon al mini Berumen. Elías, Alan y los demás, no tú.
Hijos de puta.
* * *
En los ochenta nunca habrías apostado a
que el camino al poder absoluto estaría en manos de una banda de chicos. Los
primeros cinco eran de a de veras, o sea, personas: escogían su ropa y sus
peinados, si usarían una gorra como el calvo Elías o una banda en la frente
como Alex; opinaban a lo pendejo sobre las letras de las canciones y se ponían
difíciles ante aquello que no les gustaba, ante aquello que, decían, no podían
representar en el escenario.
Las
sucesivas alineaciones de la banda y tu talento permitieron acumular un chingo
de discos de oro, de platino, incluso uno de diamante; numerosos premios Eres, TVyNovelas y Viña del Mar;
además del reconocimiento de personajes como el Papa y hasta Mickey Mouse, “por
la calidad de su música y sus mensajes positivos para la juventud”, según.
—¿Cómo
lo hicieron?, ¿en qué momento?—preguntas.
—Y volamos hasta tocar el cielo / con
nuestros cuerpos, / juntos y cambiando el destino —canta, aunque no tan
bien como Alan, el apuesto Mauri cuando pasas a su lado.
No
habla. Canta. Igual que los otros.
Sus carilindos rostros hace tiempo que no se comunican contigo de otra forma,
los mamones.
* * *
Para los verdaderos todo terminó en
1992. La avioneta en que volaban hacia una presentación se estampó en un
desierto al norte de México. No lo podías creer, pero tuviste que hacerlo
cuando encontraste sus momias incompletas, a medio comer por los depredadores,
mezcladas con fierros y cables y arena. Fue cuando decidiste liberar a los
clones, sacarlos de los tubos y rezarle a Luis del Llano para que los fans no
se dieran cuenta.
—En el andén de aquel adiós / la infancia se
nos escapó —entona Alex y se une al séquito. Te escolta hasta una curul,
donde te sienta con parsimonia como a un dios encarnado. Toño te ajusta una
banda presidencial sobre el pecho, y ríe.
Ahora
los cuatro te vigilan, y ríen. Alan, seriecito, permanece en las sombras.
* * *
Después del intercambio, después de
liberar a los sustitutos y asegurar su lealtad, fue más fácil dirigir el rumbo
de sus carreras:
Una
película sobre el avionazo en el 92. Una gira del adiós en el 96. Una segunda
camada de clones en 2001. Enseñarles a no comerse la cinta adhesiva.
Uno
de los monstruos idiotas volándose la mano con las aspas de un helicóptero. Una
tercera camada de clones. Decir a la prensa que las cirugías fueron un éxito.
Una
gira de reencuentro en 2004. Ponerles agua y pizza en el comedero.
Otra
más en 2009. Cambiarles el papel periódico sucio de vez en cuando.
Asegurarte
de que cada uno, al abrir los ojos por primera vez, viera tu rostro. Meterlos
en su jaula todas las noches.
Y
la última camada en 2016, la definitiva, la que los devolvió al estrellato,
colocó su música en el gusto de las nuevas generaciones y te llevó del mundo
del espectáculo a la clase política.
La
música te permitió acumular un capital más allá del que cualquier gobernante corrupto
hubiera imaginado. Las voces de tus hijos, cada vez más parecidas a los cantos
de los pájaros y a los rugidos de los caimanes, resonaban en lo más primitivo
de los cerebros de los fans, dirigían su éxtasis, los controlaban.
Ahora
mismo, si quisieras, podrías montar nuevas réplicas de la Capilla Sixtina,
tener charlas personales con el Papa, controlar las mentes y los corazones de
los que tararean baladas insípidas, lanzar tu candidatura a la presidencia.
Millones te seguirían. Ahora mismo podrías si no te preguntaras por qué, si no
mostraras debilidad.
* * *
No podrás ver nada de eso. ¿Acaso será
el otro, ése detrás del cristal, el que mirará con tus ojos y hablará con tu
voz? No conocerás tu legado. Los chicos se cansaron de seguirte. El albedrío se
impuso a la lealtad.
Alan
por fin se acerca.
—El tiempo pasa pero no mi vida —te
canta, mientras cierra su tercer párpado y trata de contener las lágrimas. Y,
por un motivo que ni tú entiendes, lo compadeces.
Los
cinco emanan un brillo verdoso. Los cinco abren sus fauces. Y, al atardecer, su
piel ilumina tu corazón. Y también tus músculos, tus huesos, tus menudencias.
—Si piensas que me dejas malherido, /
olvídalo…
Tu
letanía se pierde entre el ruido del metal y los cristales rotos. No la
escuchan. Ya no eres para ellos más que un pedazo de carne ahí tirado cuya
conciencia se apaga con lentitud. Se han ido a las incubadoras.
Ahora
el pequeño Berumen se arrastra hacia ti, te confirma, con una sonrisa en el
rostro, que no habrá otros después de él, pues ahora los chicos destruyen los
tubos y muelen a golpes y mordiscos a los otros clones incubados. Y, cuando se
sacian de rasgar y eviscerar, se alejan cantando a todo pulmón:
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