Presentación editorial "No verás el alba" de Julio Romano Obregón
No verás el alba, de Julio Romano, se presenta en la #14FeriadelLibro @gobiernohidalgo https://t.co/yvPdYh7gFO
— CulturaHidalgo (@CulturaHidalgo) julio 28, 2014
Nostalgia del infierno en No verás el alba de Julio Romano Obregón
Rafael Tiburcio García
Hans-Georg
Gadamer afirma que la obra artística nos dice algo, y no lo hace únicamente como
documento histórico, sino que dice algo a cada uno, como si se lo dijera
específicamente a él, como si fuera algo presente y simultáneo con él, algo que
nos confronta con nosotros mismos. “Lo que la obra pone al descubierto, en un
estremecimiento gozoso y terrible, no es únicamente «tú eres esto»; la obra nos
dice también: «tú tienes que cambiar tu vida».”
No
sé si el libro de Julio ha cambiado la mía o si los cambios correspondieron con
las noches que dediqué a su lectura mientras mi vida se modificaba, pero puedo
enumerar varios motivos para creer que sí. En primer lugar hemos celebrado y nos hemos lamentado en
numerosas ocasiones, hemos hecho programas de radio y nos hemos dicho las cosas
más crueles y pedantes cuando hemos tenido que leer y corregir los textos del
otro.
En segundo lugar, y citando al propio Romano
hace un año:
“hay muchas cosas más importantes que la literatura, sobre las que es preciso poner atención: la salud, la seguridad, la migración, la pobreza... el amor, en su más amplio espectro. La lectura y la literatura no nos hacen, por sí mismas, mejores personas pero cumplen su propósito cuando, a través de la palabra, se opera en nosotros una revelación de algo que antes no conocíamos, o que no considerábamos en su plena dimensión, y que nos hace, de alguna manera, nacer una vez más, reencarnar en nosotros mismos”.
En tercer lugar la pretensión de cambiar una
vida es, en todo caso, sólo eso: una pretensión que la mayoría de las veces, y
esto es de agradecer, no proviene del autor. Lo que sí es un hecho es que existen
algunas producciones que, sin proponérselo, poseen la capacidad circunstancial
de cambiar algún aspecto de la propia vida. Es irónico que un libro que nos
encamina en un viaje iniciático por todos los infiernos tenga esa cualidad,
sobre todo porque se trata de una iniciación fallida en la que los personajes nunca
salen de los recintos subterráneos, y es quizá justamente por eso que somos los
lectores quienes debemos concluir esos siete viajes que nuestros guías,
nostálgicos del Infierno, no completaron.
Déjenme contarles una anécdota. Durante las semanas
previas a la presentación leí durante las noches estos cuentos, no por algún
afán romántico sino por el hecho de que trabajo todo el día fuera de la ciudad,
llego a Pachuca cuando ha oscurecido, resuelvo algunos menesteres, ceno, y es
finalmente a las diez u once de la noche cuando puedo leer. Esto fue adecuado
para No verás el alba, cuyos cuentos
hablan de lo que dice su propio título y quienes lo lean harán bien en esperar
a que oscurezca para leerlo como se debe leer un libro que habla sobre gente
que por voluntad o por destino no amanece.
En la casa se apagaba la tele, se suspendía
todo y yo leía en voz alta, leía para Alejandra y, mientras lo hacía,
interrumpía cada tres líneas los relatos para buscar las referencias eruditas,
las palabras arcaicas, las traducciones, las correspondencias míticas… Entonces
cada cuento se extendía más allá de la hora, más allá del día, más allá de la
semana. Nos íbamos a dormir y todo ocurría de nuevo la noche siguiente en lo
que fue una rutina breve, apenas lo suficiente para darnos cuenta de que al
final, luego de siete viajes llenos de palimpsestos, refinamientos afeminados y
temas monolíticos, después de varios cuentos que quizá no tenían una intención
más profunda que mostrar el fichero bibliográfico del autor, la referencia
pretenciosa. Después de todo ese despropósito de gente muerta, loca o atrapada en
finales circulares. Aún después de todo eso, su libro cambio un poco nuestra vida.
Durante ese tiempo leímos no solo cuentos, redescubrimos
las mitologías griegas y escandinavas, escuchamos canciones de la opera Fausto,
leímos el discurso con el que un año antes Romano acepto el premio estatal, reímos
con sus comentarios siempre corrosivos, como el que hizo en la presentación de
un libro el año pasado:
"El libro será manoseado durante días, semanas, meses, años, hasta que de tan viejo caiga en las manos de algún ingenuo que crea, por lo amarillento y las hojas tan dobladas y quebradas en los bordes, que ha sido leído muchas veces por muchas personas; entonces lo considerará digno de figurar en una biblioteca y lo donará a una, en donde, dentro de treinta años, un estudiante de Letras Hispánicas lo encontrará, lo tomará creyendo que es buenísimo y decidirá hacer su tesis."
Pensamos que el libro de Julio correría la
misma suerte, pero su camino fue otro, pues un estudiante lo leyó incluso antes
de publicarse, y aún se atreve a decirles de él algunas cosas:
De los siete cuentos que lo componen, ninguno
tiene como escenario nuestro entorno local y apenas uno ocurre en un México que
es la tierra prometida de una extranjera, lo que nos recuerda el ideal
cosmopolita de los modernistas y aun el idealismo exótico del romanticismo, que
nos da la oportunidad perfecta de sentir que conocemos las calles de Arhus,
Rosario, Venecia. Y junto a este rasgo estilístico que define la escritura de
Julio hallamos otros dos en consonancia: primero el empleo de referencias
eruditas a obras que van de la alta cultura hasta lo popular, desde Homero y la
Biblia, pasando por Goethe, Poe, Joyce, Verlaine, Salvatore Quasimodo, Boris
Christoff, Schubert, Gounod y Gilberto Owen, hasta Leonard Cohen y el Cuarteto
de Nos. En segundo lugar nos hallamos ante relatos en los cuales el tratamiento
formal del lenguaje está pacientemente rumiado, donde el estilo refinado, las
acepciones en desuso o abiertamente arcaicas, los narradores en segunda persona,
la ornamentación hasta de los diálogos coloquiales, la estilización de voces y
aún la elección de nombres y epígrafes en lenguas extranjeras dotan al volumen
de una elegancia casi obligatoria para un libro que tributa a los últimos dos
siglos de tradiciones literarias.
Y por supuesto, el libro es atravesado por un
desfile de criaturas despojadas que no verán el alba porque han muerto, porque
han quedado ciegos o atrapados, porque sus vidas se entrecruzan, porque sus
creaciones los raptan o porque buscan la muerte. A ello se suma un cuidadoso
simbolismo mitológico que nos permite tender un puente no sólo con la
psicología de los personajes sino con toda la tradición que ilumina al
pensamiento occidental, como el mar y la vida, la Odisea, las pitonisas de
Delfos, Baco y las Ondinas.
Pero además de compartirnos esa insana obsesión
con la muerte que asecha o desata los acontecimientos, los viajes nos llevan de
la mano por todos los infiernos posibles, pues así como viajamos de Venecia a
Dinamarca, de Argentina a la Ciudad de México, así también cruzamos los lugares
que simbólicamente corresponden con el viaje iniciático a las tinieblas: el
remolino Maelström que devora a una joven actriz; el Hades que cruza Odiseo y establece
un abierto paralelismo entre el Río Estigia y el tren subterráneo de Manhattan
a Ítaca, Nueva York; la invocación de Mefistófeles en una ópera; las
connotaciones cristianas de un dragón rojo de crayón y un sótano en llamas; e
incluso un restaurante con el nombre del reino de los muertos finlandés, el Tuonela.
Al final tenemos la sensación de haber cruzado por siete infiernos, saliendo
airosos, como lectores, a diferencia de nuestros guías que debieron permanecer
ahí.
La lectura termina y nos ha llevado por más
lugares de los que habla, nos ha librado a nosotros mismos de desear en carne
propia la nostalgia del Infierno, ¿No es acaso ese uno de los beneficios de
todo libro, esa aspiración de engendrar en cada uno de nosotros un sentido
distinto, un pequeño significado que nos haga modificar a la persona que hasta
ese momento fuimos? Cuando terminé este texto Alejandra se acercó a mí y dijo
“Deberíamos volver a leer juntos por las noches”. Y yo cerré No verás el alba, fui al librero, leí en
voz alta mis poemas favoritos de Pessoa y comencé a platicar largamente con
ella de muchos temas que durante años habían quedado pendientes.
Muchas
gracias.
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