Indisciplina podcast

monólogo

Al contrario del resto de los escritores, yo sí leo, releo y disfruto mis obras, porque escribo para divertirme, al escribir puedo estructurar todos los gritos dentro de cada caverna de mi cerebro y darles una forma lo más parecida a ideas coherentes, naturalmente me pierdo con facilidad, así que prefiero la redacción sencilla y detallada; Ese mal hábito de la poesía, menos adjetivos y más imágenes, me confiere una narrativa un tanto extraña que, sin ser poética, se basa más que nada en las inferencias que el lector pueda hacer de cada suceso que se le presenta… sí, también escribo para los demás, si no, no tendría sentido darle forma inteligible a todos esos impulsos amorfos de la mente.
He pasado más de la mitad de mis sábados ante un monitor y un teclado, la única motivación es conocerme más; Para determinar precisamente ese logos que representa todo lo que soy y lo que aspiro, es que decido recurrir al otro logos: la palabra escrita, la catarsis, el reto mental. Prefiero escribir sobre mí y en primera persona porque es el único tema que domino y conozco por completo, naturalmente no soy tan necio ni megalómano como para hablar exactamente de YO, no, sino más bien, en un ejercicio que tiene más de artístico que de literario, escribo lo que está dentro de mí, que es lo exterior, lo percibido.
Me gusta escribir el mundo a través de mis ojos, y como mi mente es una caricatura, tan infantil como taciturna, tan inocente como melancólica, prefiero la fantasía, el ilógico, el reto mental, tanto al lector como al escritor, narrar algo que no es imposible pero que, o no se ha hecho o requeriría una entropía demasiado generosa para lograrlo, Babel a tu disposición. Evidentemente, de la realidad sólo me atrae esa parte bella e inspiradora, no esa otra parte que es el anacrónico lugar común contra el que se lucha.
Al escribir logro comunicarme conmigo y (si la redacción lo permite) con los demás. Conocerme y ser libre son las únicas finalidades que considero infinitamente sinuosas, pero las ficciones de la palabra todo lo logran, entonces, en el papel tengo albedrío, tengo conciencia, domino la memoria, conozco el porvenir, anticipo las motivaciones de mis antagónicos. Escribir es extender la mente afuera del cuerpo, es pensar a distancia, es memorizar sin usar la cabeza, una lección espontánea escrita puede ilustrar mi mente cuando la confusión domine toda mi realidad. Mis textos son ante todo unas manos lujuriosas e infames, porque me desnudan, me dan la forma de un cristal delgado, me exhiben, pueden ser maravillosos, desolados, realistas, fantásticos, infantiles, sarcásticos, dadaístas o perfectas quimeras.
Ya no elijo un estado metal o emocional para escribir porque al ejercitarlo como cualidad intelectual es mi deber escribir cuando sea, sin embargo debo ser honesto y afirmar que mis mejores estados de ánimo son la depresión y la presión, la primera porque hace fluir la vehemencia (posteriormente, más calmado, corrijo el estilo), la segunda porque a veces sólo bajo presión escribo, como en este momento. Irónicamente detesto los trabajos por encargo.
Dejar intactas las primeras versiones de lo que hago es algo relativamente reciente y ocioso, los textos evolucionan conmigo y la mayor de las veces las versiones iniciales o borradores se pierden para siempre porque corrijo encima de ellos, el ordenador, pésele a quien le pese, es una herramienta de escritura mucho más útil que cualquiera que haya existido antes, quizá sólo la supera el papel, pero no puedo afirmarlo con certeza. El ordenador me permite escribir a la misma velocidad a la que las palabras se estructuran en ideas dentro de mi pensamiento.
Consultar diccionarios, ortografía, significados, redacción, sinónimos, repasar como poseso, es una actividad reciente y más que nada es para complacer al súper ego, me basta que algo esté plasmado para disfrutarlo pero si quiero que llegue a otras personas, que vaya más allá de mí y extienda mis ideas, es necesario que cualquiera puede entenderlo, de ahí esa manía reciente de corregir, comparar y evitar los lugares comunes, las tautologías y la autocomplacencia. Y a pesar de eso nunca me siento complacido con lo que escribo, puedo reconocer cuando he terminado algo y afirmar si está bien hecho o no, pero nunca estoy complacido con los resultados, me exijo demasiado, quizá es porque sé que no estoy usando el cien por ciento de mis capacidades, quizá es sólo porque no puedo ser objetivo.
Mis fuertes son esa capacidad de imprimir un sello muy personal a los personajes, uno que es a la vez infantil, oscuro y sarcástico, detesto la simplificación, no puedo comprender que el bien y el mal se tengan que enfrentar en obras pedagógicas, yo prefiero los antagónicos, intereses opuestos que signifiquen que muera quien muera no podamos sentir calma ni felicidad, al contrario sintamos pena por la pérdida de quien, quizá, era el personaje que más merecía vivir. Desgraciadamente tengo la redacción equivalente a un puberto de catorce años, por lo que a veces pongo más artículos, muletillas, repito palabras, incurro en cacofonías, en repeticiones inútiles a veces en el mismo párrafo, desconozco conceptos básicos como el ritmo y tiendo a repetir patrones psicológicos e incluso físicos en los personajes, además de basarlos todos en algún aspecto de mí.
Mis escritos desgraciadamente ya no mejorarán, en todo caso podrán simplificarse, corregirse, revisarse, pero no mejorar, porque tendrían que ser otra idea. Me encantaría que fueran perfectos y castizos, sin errores ni gramaticales ni ortográficos sólo deliberados, no coloquiales sino arcaizantes, en fin me gustaría ser un filólogo, un filósofo, conocer todo mi idioma, dominar el español para hacerle honor al escribirlo.
También tengo ese defecto que consiste en escribir y utilizar las palabras del último libro inmediato que he leído, cuando empecé mi novela era un émulo de Wilde y Chesterton, el capítulo cuatro parece escrito por “Garciamárquez”, la primera corrección parecía de Rowling, la más reciente parece de Bioy Casares, este ensayo bien podría ser de Borges, de Goethe, de Rousseau, de Conrad, o de algunas páginas del “diccionario larus” o, incluso, de alguna caricatura japonesa.
A pesar de todo, a los lectores les gustan mis textos destacados, aquellos, por supuesto, que son inteligibles (la mayoría), en general he recibido buenas críticas sin embargo no me he visto muy favorecido en los concursos, quisiera encontrar a alguien que destrozara mi obra, que la masticara y vomitara para conocerla por dentro. Dudo que alguna vez exista un lector, aparte de mí, que los entienda en su justa dimensión, que sepa diferenciar los superficiales de los sarcásticos, de los depresivos, de los trascendentes, y disfrutar cada uno en la medida que les corresponde.
Antes que escritor soy lector, prefiero la literatura al texto técnico, científico o histórico, prefiero la narrativa a la poesía, prefiero a los clásicos universales que a los modernos, prefiero ¡Irónico! la fantasía o el realismo antes que el rebuscamiento, aprecio ante todo la buena literatura y desprecio los libros llenos de letras que carecen de aportaciones científicas, filosóficas o artísticas. Al leer me gusta hacerlo despacio, releer, prefiero tener pocos libros que me pertenezcan en su totalidad que un millón de ellos que transcurran sin dejar huella de su paso por mi entendimiento. No me interesa la lectura rápida, leo por placer, escribo por el mismo motivo.
disfruta el sueño...

Comentarios

  1. Comparto su gusto por los clásicos y la fantasía. Sin embargo, sí me gustan los libros llenos de letras. Tengo uno lleno de logaritmos, que no me entretiene nada.

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