Indisciplina podcast

Rock 'N' Roll Suicide









En 2019, Juan Carlos Hidalgo, a través de la revista Marvin, editó dos antologías de cuento, una sobre The Cure y la otra llamada David Bowie. Manual de amor moderno para aliens, en la cual tuve el honor de participar con un cuento llamado "Ziggy Stardeath".
Durante este año ese cuento cambió poco a poco. Reduje su extensión y le cambié el nombre, lo dediqué a Cristina Rascón y al propio Juan Carlos Hidalgo, lo leí en vivo en un par de eventos antes de la pandemia y en FB Live el día de mi cumpleaños, subí la grabación al podcast y, recientemente, lo integré al libro de cuentos de fantasía urbana que he estado escribiendo durante los últimos cinco años porque va como anillo al dedo con la temática.
Durante un tiempo estuvo publicado en la revista Juguete Rabioso, pero  luego de unos meses el sitio web cerró, por lo que ahora vuelvo a dejarlo por acá para que circule de nuevo reestrenado en la revista Espejo Humeante.
En éste, una pareja de amantes deja de verse y encontrarse, aun cuando viven en la misma casa, por lo que sólo reconocen sus presencias en los objetos que dejan en las habitaciones. Por supuesto que hay más cosas en el cuento como figuras de Hatsune Miku y canciones de Bowie, pero eso ya le toca descubrirlo a ustedes. Espero lo disfruten.

También pueden escuchar el cuento en el podcast:

O en el programa Capital de letras:



Rock ‘N’ Roll Suicide

 

 

A Cristina Rascón y Juan Carlos Hidalgo

A Gabriel Alejandro

 

 

la verdad no siempre es real

y la realidad no siempre es verdadera

Haruki Murakami

 

las cosas que pasan sin que nadie las anuncie,

las cosas que mueren sin que nadie las llore

Mark Z. Danielewsky


El otro lado de la cama está tibio aún, con las sábanas revueltas, pero vacío. Ella tendría que estar ahí, no haberse ido a trabajar nuevamente sin avisarle. No en sábado. Seguramente él no despertó cuando ella se despedía o seguro él le dijo adiós dormido, sin recordarlo. Era lo que ella solía decirle. En el buró, la taza de té manchada de labial rosa aún despide un hilo de vapor.

Luego de un tiempo se resigna a estar solo en esa casa grande y fría. Reproduce su disco favorito, Ziggy Stardust. Enciende un cigarro y lo fuma acostado. Hace cuentas. Lleva una semana sin saber de ella. Ya ni siquiera sabe si la extraña o si sólo desea verla para reprocharle en silencio.


Ÿ


La vida que lleva ahora es complicada. Nada le divierte; todo le fastidia, todo le cansa. El sábado anterior ella tiró a la basura la mitad de sus mazos de cartas y amenazó con hacer lo mismo con las figurillas de su colección. Tuvo que salir a recorrer las calles en busca de algún bazar para encontrar un comprador, cualquier freak con algo de conocimiento a quien malvender las rarezas que le quedaban, los mazos incompletos cuyo valor ahora era ridículo.

Cuando ella volvió a casa, la ignoró el resto del día. La miraba de reojo, la contemplaba de lejos. Pero no le habló, no comió con ella. Se fue a dormir aparte. Al día siguiente, lo mismo. Por la tarde se fue a ver a sus amigos.

Ahora sólo los acompaña al table. Pero no se divierte. Se siente demasiado joven para terminar ahí y demasiado viejo para negarse. Pasea sus tragos toda la noche sin beberlos. Observa a las mujeres como quien ve pasar a los autos mientras espera el transporte. Mira su reloj y espera pacientemente a que termine una canción, otra canción, otra.

Preferiría estar en casa leyendo algún manga o limpiando sus figuras de resina. Desde que vive con ella, y paga la renta y el mantenimiento de esa enorme casa, no ha podido aumentar su colección. Ahora lo piensa detenidamente antes de rendirse al impulso de adquirir una figura nueva. El año anterior había comprado una réplica china, una Hatsune Miku hecha con tal descuido que aún se notaba el filo de desmolde, a pesar de los mil pesos que había costado. La figura se deterioró en menos de un año; la resina cambió de color, la pintura comenzó a cuartearse. Ninguno de sus esfuerzos sirvió para restaurarla. Cuando ella la vio, le dijo que ya era hora de tirar esos juguetes. En ese momento no sabía que lo orillaría a hacerlo, aun sin su consentimiento.

Cuando se conocieron, él vendía series animadas; él mismo las descargaba y grababa los discos con su computadora. Ella le dijo que debía buscar un trabajo para adultos, sobre todo si pensaban casarse y tener un hijo pronto. Convencido por su lógica, obedeció. Consiguió trabajo como mesero en un turno nocturno. Ahora caminaba todos los días a la una de la madrugada del restaurante a su casa. Y sólo pensaba, un paso detrás del otro, que quizá había vivido demasiado.

Fue entonces cuando sus horarios dejaron de coincidir, salvo los fines de semana. Por lo menos sabían que el otro estaba ahí al acostarse, al reconocer sus cuerpos tibios en las sábanas. Luego ella tiró sus mazos de cartas y él sintió que todo se iba al carajo.

Regresó del table antes del amanecer. Estaba cansado, ni siquiera se dio cuenta si ella estaba dormida. Cuando despertó al mediodía siguiente, ella se había ido.


Ÿ


No la ve durante toda la semana. Sus cuerpos ya no se reúnen, ni siquiera entre las sábanas. Sólo sabe que ella aún habita el departamento por los signos que delatan su paso: las tazas sucias, la ropa usada que se acumula, los objetos fuera de lugar en el tocador, la humedad en la cortina de la regadera.

Por la tarde, los mismos signos le hacen saber que ella está ahí. Aun así, pasa el sábado sin verla. El domingo restaura sus figuras, mientras los sonidos que ella hace se escuchan a través de las paredes y lo desconcentran. Pone Ziggy Stardust nuevamente para ignorar el ruido. Quita la música en la penúltima canción.

Se planta en la sala a mirar el televisor hasta quedarse dormido en el sofá. Despierta en algún momento de la madrugada y se va, decidido a acostarse.

Se pierde en el largo pasillo, entra en otra habitación. Sin darse cuenta, vuelve sobre sus pasos, corrige el rumbo y cruza el umbral de la alcoba. La cama se siente tibia, pero ella no está. Se queda dormido.

Así pasa también la siguiente semana, sin acostumbrarse del todo a vivir cada día en esa soledad a medias. Cuando termina su jornada el viernes, los otros meseros lo invitan a una fiesta. Acepta, a pesar de saber que se aburrirá.

Se despide poco antes del amanecer. Se apresura a llegar a casa.

No dejes que el sol queme tu sombra, piensa. No dejes que este presentimiento turbio te domine.

Cuando entra a la alcoba llena de humo y no la encuentra, lo comprende por fin: ella lo ha abandonado. Toma el cenicero, aún caliente. Todo es tan natural, tan religiosamente descortés. No entiende nada; sólo que se siente jodido, completamente jodido.

Después de aceptar que se ha quedado solo, deja de poner atención a los sonidos detrás de las paredes hasta que ya no logra escucharlos; semanas atrás pensaba que el ruido lo hacía ella. Ahora él está solo y no sabe qué pensar.

Las tazas y ceniceros empiezan a quedarse donde los deja. Al llegar a la cama, el colchón siempre está frío. Y la casa, ya de por sí grande, sin el calor, sin el ruido, sin la presencia de su compañera, le da la sensación de haber duplicado su tamaño.

Pasa los días mirando el televisor apagado hasta que llega la hora de ir al restaurante. Al volver, todas las madrugadas, abre la puerta y se va directamente a la cama. Ahora el silencio y el polvo cubren todo: los muebles, los trastos, las figuras de resina.


Ÿ


El cuarto sábado permanece sentado en el sofá desde que despierta. Al anochecer ni siquiera se molesta en prender las luces. Se conforma con los haces naranjas del exterior que penetran en la sala y cortan la continuidad de las sombras.

Sigue preguntándose qué le habrá pasado. Ella no contesta su teléfono. Mientras tanto, imagina los motivos que pudo haber tenido para tirar sus cartas, para amenazarlo con tirar las figuras, para hacerlo trabajar en algo que odiaba, para abandonarlo.

Quizá tuvo una revelación, quizá se vio a sí misma casándose, viviendo, cogiendo, criando a su hijo con un pobre fracasado que no maduraría, que leería historietas en blanco y negro y puliría estatuillas de adolescentes en minifalda hasta que su hijo tuviera edad para hacer exactamente lo mismo. Quizá simplemente había empezado a odiarlo, como se odiaba ahora él a sí mismo.

En medio de la oscuridad, se levanta a cerrar las ventanas, pone trapos en la base de las puertas, abre las perillas de la estufa. Luego vuelve al sillón, reproduce una última vez el disco de David Bowie en el teléfono, se pone cómodo y cierra los ojos, dispuesto a quedarse dormido.

Una tras otra, las canciones del álbum le hacen recordarla, mientras cada centímetro cúbico de la enorme casa se satura de gas propano.

Cuando termina “Suffragette City”, está por caer dormido. Justo antes de los primeros acordes de “Rock ‘N’ Roll Suicide”, un ruido tenue lo pone en alerta.

¿Eres tú? ¿Eres tú?, dice en voz alta.

El gas y los lamentos de Bowie envuelven de nuevo el ambiente. Se levanta mareado, somnoliento, se acerca a la estufa para cerrar las llaves. Para su sorpresa, ya están cerradas. Aun así, el aire sigue viciado.

Oh, no, Love! You’re not alone

Se acerca a la ventana de la cocina. No puede abrirla. Tampoco las de la sala ni las puertas que dan a la calle y al patio. Está encerrado. Se cubre la boca y la nariz con la manga del suéter y piensa qué puede hacer ahora.

La negrura se vuelve más densa cuando mira hacia el pasillo. Las sensaciones de mareo y somnolencia se intensifican.

Se interna con miedo en la oscuridad del corredor. La casa se ha vuelto un lugar aún más grande.

Ella está ahí, en algún lugar, esperando encontrarlo. En el lavabo del baño, uno de los cepillos dentales está húmedo. Pasa su dedo por las cerdas reblandecidas y escucha claramente cómo alguien abre las ventanas.

Vuelve a la sala. No hay nadie.

Vuelve a cruzar el inmenso pasillo hacia las habitaciones, con la esperanza de encontrarla.

¿Dónde estás?, escucha una voz fantasmal más allá, al fondo. La escucha claramente por primera vez en semanas.

Entrecierra los ojos para tratar de ver hasta dónde llega, y avanza hacia allá decidido.

Entra en la recámara donde guarda su colección. También está irreconocible: convertida en una amplia galería de muñecas japonesas cubiertas de polvo, impregnadas del olor a gas.

Casi al fondo ve una fila de figuras limpias. Junto a ellas, un trapo húmedo, sucio.

Sale de la habitación. El pasillo se ha extendido tanto que ya no le es posible ver las paredes, como si fuera un gigantesco salón vacío.

You’re not alone

¿Eres tú?, escucha de nueva cuenta en la lejanía.

Voy, responde y avanza tan rápido como el mareo le permite.

El eco de sus voces los guía, está seguro, a pesar de que recorren la casa sin encontrarse.

Tras un rato se encuentra con una pared; cerca de ella, reconoce la puerta de la alcoba. La abre.

Apenas puede cruzar el umbral de la habitación. Del otro lado, la oscuridad se convierte en tiniebla, está viva y es casi impenetrable; el silencio y el ansia de morir también lo están, como un deseo a punto de cumplirse.

Gimme your hands cause you’re wonderful

Vencido por el cansancio y el mareo, cae de rodillas y avanza a gatas, lentamente. La oscuridad, cada vez más viscosa, lo frena.

¿Dónde estás?, escucha una última vez, como ruidos que viajan debilitándose a través del agua.

Con sus últimas fuerzas, estira el brazo y se arrastra, hasta que las puntas de sus dedos rozan una mano que se aferra a la suya.

Cierra los ojos.

¿Dónde estabas, dónde estabas?, escucha su voz, aún lejana, mientras sujeta su mano con firmeza.

La ha encontrado.

Ahora puede quedarse dormido.  ~






Una versión preliminar de este cuento fue publicada originalmente en la antología David Bowie. Manual de amor moderno para aliens, compilada y editada por Juan Carlos Hidalgo (Revista Marvin, 2019).


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