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La esperanza perdida: mitología, violencia y marginalidad en A ras de lona

Dejo por acá el texto que hice para la presentación editorial de A ras de lona, de mi compa Óscar Baños Huerta.

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La esperanza perdida: mitología, violencia y marginalidad en A ras de lona
Rafael Tiburcio García





Cuando la voracidad del encordado llegaba a su fin, cuando los gelatinosos cerebros habían sido marcados con tan grandes maravillas, entonces, sólo entonces, el mundo recuperaba sus límites definidos; la arena quedaba vacía, sin ecos, estéril. Él volvía a su casa que nunca terminaba de pagar, a la cena caliente en una cocina pequeña, y pensaba, que viéndolo bien, todo lo que lo rodeaba era pequeño, la cama, sus hijos, su mujer, sus sueños.
Óscar Baños Huerta 

Alejandro Solano menciona, en un artículo de reciente publicación en la revista literaria Lepisma, que las películas de luchadores se adscribieron a las formas estéticas del pulp y de la ciencia ficción para proporcionar atmósferas más terroríficas sobre el mal que los héroes debían combatir. En aquella época, nos dice, los luchadores enmascarados eran símbolos de la esperanza en el triunfo del bien sobre el mal. Se trata de una época anterior, ingenua dirán algunos, pero cuya influencia asienta en nosotros modos comunes de leer estos relatos. Por eso es refrescante que un libro como A ras de lona (Cecultah, 2014) se atreva a hablarnos de la lucha libre desde el otro lado, a cambiar justamente la forma en que leemos la lucha libre.
Tuve el placer de convivir con Óscar Baños Huerta en 2010, cuando coincidimos como becarios del fondo de cultura estatal corrigiendo nuestros textos. Yo trabajaba una novela que aún sigue peregrinando de un concurso a otro y él, un volumen de relatos breves con mucho potencial que hoy, gracias a las recomendaciones de Enzia Verduchi y al vigésimo aniversario del FOECAH, se ve concretado en A ras de lona. Tal como menciona el texto introductorio del volumen, los cuentos reconstruyen los conflictos humanos desde un panorama violento, marginal y mítico que contempla la tensión entre la gloria del cuadrilátero y la cotidianeidad gris.
Ya en la antigüedad clásica, nos recuerda Solano, “la máscara aludía las expresiones más profundas del ser, despersonalizaba los sentimientos para hacerlos públicos”, pero en A ras de lona la significación de la máscara es más compleja.
El libro abre con un relato que poco nos remite a la lucha pero la ubica en el plano mítico que ha de tener durante el resto del volumen, con las deidades prehispánicas y la tradición oral. Se trata de imágenes poderosas de lo inmenso femenino que muestra la dualidad de lo materno y lo fiero, como toda buena madre encabronada. Esos simbolismos iniciáticos sobre máscaras y deidades dan sentido a relatos que se ambienta en medio del caos y que, por obra de la narración, tornan épico y significativo, es decir, literario, lo mundano.
Al igual que en las esculturas, las máscaras monolíticas se esconden dentro de los materiales que las contienen. Tela o cuero, el traje, el mismo luchador, son formas, son potencias y aunque su poder simbólico emana de sí mismas no son nada sin la carne y la cultura que las alimenta. Son llenadas, traídas a la vida y, a cambio, dotan a su portador de una identidad verdadera, en la que los dioses mismos usurpan a los luchadores.
Quizá con demasiada insistencia, los relatos oponen la grandeza de la lucha y la gloria de la máscara al anonimato cotidiano. Una vez que la máscara se vuelve identidad, el rostro propio se minimiza y decolora, la vida personal deja de tener sentido. Una gloria ante la que nos expone mediante un lenguaje luminoso, para de inmediato confrontarlo con todo lo que queda cuando el momento de la lucha termina. Lapso que va del tiempo de una caída hasta el de una vida completa.
Los héroes de los que nos habla el libro no son esos que cobran en miles de pesos y destruyen las máscaras de los aficionados que osan pedirles su autógrafo en un producto pirata, sino esos personajes y sitios marginales que dejan ver una realidad sin glamour. El libro se alimenta de esa marginalidad, porque no sólo explora un panorama gris y tedioso en lo cotidiano, también trasluce lo que está vivo, en el mercado, en el lavadero, en el barrio y el basurero, en el gimnasio. El espacio de caos que conforma aquella marginalidad toma vida como sucede con las iglesias al congregarse los fieles y que, vacías, son lugares muertos.
Esa tensión entre el anonimato y la gloria fugaz se muestra en el paso de ser una diosa y una mujer fatal a una esposa humillada que sólo halla su venganza ante otros, en el ring; en un entrenador que imagina las glorias de otros como propias; en un artesano que forja los rostros de los dioses entre sueños; en las emociones de un hombre que imagina a su esposa siendo otras, mientras piensa en la derrota continua que es su vida; en el conflicto con el padre luchador que no permite al hijo estar ahí, en esa amante prohibida, peligrosa, que es la arena, la madre, la prueba edípica terrible que, por supuesto, nunca es completada con éxito. Despojados de sus máscaras y de su espacio mítico y colorido los héroes se vuelven ecos, meros fantasmas con un halo que nos contagia su tragedia.
A ras de lona además toca otro aspecto incómodo, quizá el que justifica la pertinencia de sus relatos. Nos familiariza con la violencia, aunque sin hacer una apología de ella. No sólo nos pone frente a ésta de manera explícita, sino que abarca una agresividad y una ira que van más allá del realismo terrible, hacia lo verbal, lo simbólico y lo social.

Llegó sin dueño, caminando las calles, olfateando las esquinas con orina de borracho. Cojeaba, sus ojos marrones reflejaban la tierra sucia de la banqueta. Pobrecita, se veía apaleada; él le dio comida para que se acercara, le aplicó toques de violeta en las heridas y cada día miró como sus costras se resecaban hasta desprenderse y hacerla ver todavía más flaca. Quién sabe si tenía nombre. No importó, le inventó uno. Le hizo espacio en el cuarto de servicio. Ahí la montaba todos los días. Siempre después de la lucha. Le gustaba así, sudado, sin quitarse la máscara, sintiendo a la asfixia lamerle los pulmones cuando estaba a punto de vaciarse. Ella gruñía. Una mañana no bastaron los toques de violeta ni el paracetamol. Se quedó echada en el catre. No hablaba. Ni siquiera volvía la cabeza cuando la llamaba con el nombre que le había regalado. Hubo que enterrarla en el baldío. Hubo que esperar a que vinieran otras olisqueando la frontera. Otras que mordieran la carnada de los dólares. Otras que regresaran humilladas. Mudas. Dispuestas a dejarse montar.

Sus frases son breves y entrecortadas, sus cuentos concisos, igual que sus títulos, conscientes de que no hay suficiente espacio en la página para adornar el lenguaje. Porque es justo cuando el lenguaje se adorna demasiado, o cuando la reflexión nos distrae, que parece que los cuentos tocan sus momentos bajos. Pues lo mejor de estos relatos fugaces e instantáneos es ese lirismo que, en lugar de adornar lo brutal, lo condensa, y se complace tanto en estirar el instante como en replegar lo eterno en imágenes que sólo las máscaras y las luces vuelven inteligibles.
Quizá el libro peque de iterar un estilo que por momentos se vuelve demasiado homogéneo, quizá en algunos relatos el contexto se vuelve innecesario y, por ello, como una hormiga perdida, estos tengan pocas oportunidades de sobrevivir fuera de su hormiguero, pero la mayoría de los relatos son universos autónomos, algunos incluso pueden prescindir de la lucha.
La violencia que se presenta en cada relato es contemplada de cerca, sin ningún juicio de valor, y el lenguaje avanza tensamente entre las variedades de lo marginal. Los luchadores exóticos, por ejemplo, son tratados desde su género elegido: “ella”. Y esa misma visión de los personajes se extrapola en la narración, incómoda a veces, y llena de terrores de discriminación y misoginia que, insisto, sólo se contempla sin ser valorada; apostando todo a que los lectores encarnemos los relatos desde la identidad de sus protagonistas, metiéndonos en su piel por mucho que queramos ser simples observadores. Enmascarándonos.
Quizá es por ello que los cuentos que más me impactan son aquellos en que los horrores descarnados son protagonistas, La frontera, Mía y Ojos de abismo. Sería injusto decir que es sólo la violencia o la marginalidad la que hace el trabajo pues esa marginalidad no sería impactante sin el lenguaje correcto, ése que combina la alegoría con la crudeza, tejiendo imágenes escalofriantes.

El dolor en el vientre la despertaba cada noche, hasta que no se fue más. Su sangre apareció de nuevo, hacía tiempo que ella no sangraba, aquel líquido despedía un olor nauseabundo que me hizo recordar los cadáveres de animales pudriéndose al sol; ella arrojaba sus entrañas, carne muerta, hilos malolientes, serpientes descompuestas.

Creció en las calles con otros niños, hermanos paridos por la misma puta de nalgas fofas, se ganó las monedas de la forma que había visto que era más rápido ganarlas. Suerte para ella que no podía quedar preñada, que no cargaría una continuación de su carne, que no se vería obligada a dársela de comer a los perros en un baldío. Una noche, en medio de los cartones en los que se acostaba con los pepenadores y teporochos a cambio de una moneda o un trago de Tonaya, hubo uno que no quiso compartir ni su dinero ni su bebida, Josefina protestó, el borracho replicó con la navaja de doble filo dibujándole en la cara un surco que de paso le vació un ojo. Se la cogió de todos modos.
Después de aquello, su rostro deforme sólo animaba a los más drogados o pedos y Josefina empezó a enflacar, no había suficientes monedas y ya pocos la convidaban de su bebida o la torta de tamal. Pero la miseria, aun tan perra como es, no desampara a sus hijos. Le envió entre la basura una solución a su problema; era dorada y negra, no tenía orificios para los ojos, sólo la tela oscura, pues estaba inspirada en un personaje ciego. Josefina la tomó y cubrió su rostro, la máscara la protegió desde entonces, le brindó un toque de misterio, de morbosa novedad, atrajo a más hombres que olvidaron fácilmente que debajo de aquella máscara del Tinieblas, la cara de la miseria sonreía.


En los años del cine de enmascarados lo que observábamos en la pantalla se volvía real, porque los héroes eran reales y los males que enfrentaban eran analogías de un mal político o social con múltiples rostros. La creencia en la bondad y la decencia nos permitía sobreponernos. En esas viejas películas el mal siempre era vencido, pero aquí no, aquí el mal se regodea. Y los héroes de A ras de lona, si puede llamárseles así, no nos dan una esperanza más allá de la que pueden sentir para sí mismos. No hay ese impulso hacia el bien triunfante, sino sólo aquello que le queda a los luchadores que han sido arrinconados.

R.T.G.
Pachuca, Hgo. 30 de agosto de 2015.


Óscar Baños Huerta. A ras de lona (Cecultah, 2014).
A la venta en la librería Margarita Michelena de Pachuca.



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